20 años después

Se iban a reencontrar 20 años después, cuando tuvieran 47 años y las ganas no se les hubieran aplacado, aún y cuando ella se había casado con el noruego y él, él había tenido dos hijos y una mujer más o menos frecuente. Pero no, las ganas no se les fueron nunca del cuerpo, ni de la cabeza. Cada año se recordaban con la misma intensidad con la que casi cogieron ese día, en ese hotel, en esa ciudad que podría haber sido cualquiera.

Era cualquier día a cualquier hora, porque para estas cosas no importa el tiempo, ni cuánto duran, importa el aire que se te va, las ganas que se te quedan y todas esas cosas que lamentas no haber hecho.

Yo tengo una lista así para nosotros: Que me amarraras a la cama, que me hicieras lo que quisieras. Que me tomaras por detrás y me tiraras a la cama, un poco como a la fuerza. Que lo hiciéramos en un avión. Un millón de cosas que me faltaron por hacerte y que me hicieras. Pero ajá, justo así estaban ellos, con esas ganas de saber que tantos años sólo les habían servido para imaginar más, para pensar, para saber lo que querían, para hacerse las cosas que imaginaron mientras cogían con sus respectivas parejas, o mientras estaban en la reunión de señoras copetonas que se van de compras a Palacio de Hierro. 

Ahí, en medio de una librería cualquiera de la colonia Roma, buscando libros de fotografía, se encontraron, se reconocieron como si nunca se hubieran dejado de ver, como si aquella última fatídica vez no se hubieran gritado de cosas, como si no se hubieran dicho "¡Jódete cabrón!" o "¡Vete a la verga hija de la chingada, pinche interesada!" Eso nunca había pasado. Los años habían deslavado los malos recuerdos quedándose solamente con las idas y las venidas de los años, las pláticas y las miradas en medio de la sala, con el esposo de ella, con la insistencia de él. 

Se encontraron así, se rieron un rato y después de una plática de unos minutos, en medio del café y de temas irrelevantes, ella le dijo de nuevo:

Házmelo

Él ya no volvió a preguntar ¿Estás segura?—, sabía que las oportunidades así no se volvían a dar más de dos veces. Se paró de la mesa, dejó unos billetes para pagar la cuenta, la tomó de la mano y salieron hacia el primer hotel que pudieron encontrar. Pudo haber sido hotel cinco estrellas o una pocilga, era lo de menos, lo de más era sentir toda la piel de ella sobre él, compartir el sudor, las lenguas, las uñas, las espaldas, y esas manos curtidas de albañil que la seguían tomando con la misma violencia después de tantos años. Era la manera de él de decirle: "Todavía estoy aquí". Aquí siendo ese lugar donde se quedaron hace años, ese lugar en donde se mentaron la madre y no se volvieron a ver de puro coraje y de pura calentura, de saber que no iban a poder estar juntos nunca porque ya tenían demasiado invertido en otras relaciones. 

Así se les gastaron las horas, no se habían dado cuenta que ya era otro día, otra luz. Lo único que siempre necesitaron estaba ahí en ese cuarto de hotel que olía a pintura fresca y a sábanas desgastadas, ahí donde expusieron a carne viva la herida que habían guardado todos estos años. 

Enfermo

Voy a escribir tu historia, aunque todavía no pase. Yo ya me la sé.

Él es huraño. Está como resentido con algo, con alguien. A ti te gusta su cara medio quemada. No sé qué le pasó, pero no es importante. 

Es flaco. Más bien larguirucho. Alto, muy alto. Usa jeans, camisa gris y unos tenis desgastados. Su cabello es oscuro y áspero. Su mirada es entre triste y enojada. Sus ojos son café oscuro y tiene unas ojeras muy marcadas.

Es de esos que se desvelan por las noches pensando. Estoy segura que si no fuera tan retraído, le gustarías. Le encantarían tus nalgas y tu cintura pequeña. 

Eso sí te advierto, jamás tendrían una relación que pudiera considerarse normal.

Él estaría atormentado todo el tiempo. Es un serio, resentido. Es de esos que la gente no quiere, no es carita. No es chistoso. No es buena onda. Al contrario. Es sarcástico, y sumamente cínico. Un poco mala leche, ojete, culero. Así hay gente.

Tiene complejos y odia a su madre. Es inteligente, pero no es brillante. Es un discapacitado emocional. Y eso es lo que más te gusta. No lo niegues. 

No podrías dejarlo. Te gusta demasiado. En presente. 

Se revuelcan en tu cama de vez en vez. Sólo cuando él te llama. Ni siquiera dice que te quiere ver, sólo te marca y siempre eres tú la que le dice que vaya a buscarte. Él nunca te invita a ir. No sabes nada de él. Sólo lo que yo te he dicho. 

Jamás han pasado una noche juntos, y jamás lo harán. Él ya te dijo que no puede dormir con alguien más en su cama. 

Eso sí. Te desea. Desde que te vio en el cajero automático te imaginó desnuda mientras se burlaba de ti. Y tú volvías a tu casa humillada y sintiéndote sola, pero también lo deseaste y te masturbaste pensando en él. Cuando menos lo pensaste se volvió real. Sentiste como su mano recorría uno de tus pezones y mientras descubría tu cuerpo, te penetraba. Y te hacía ajena a él. Y te dolía. Y más lo disfrutabas.

Tú besabas su cara quemada y acariciabas su cabello seco. Sus ojos no expresaban amor. No. Era odio, repulsión. Como si al tomarte estuviera escupiéndole al mundo en la cara, diciéndole,

—El odio es mutuo.

Te sientes confundida porque lo deseas, y al mismo tiempo lo compadeces.

— Esto es enfermo. Piensas. Primera y última.


Sí. Última hasta que él te llama, y tú, sin que él lo pida, le ruegas que vaya a tu departamento. Cuelgas. 10 segundos después te arrepientes. No tienes el valor de llamarle. Te mientes a ti misma diciéndote que no vas a abrirle cuando llegue. 

No puedes. Le abres la puerta. La de tu casa y la de tu cuerpo. Lo dejas entrar. Ya perdiste. Ya te perdiste. Él te tiene, siempre y cuando quiere. Desataste los demonios de su cuerpo y no hay cómo devolverle la paz. 

Aún hoy, no encuentras cómo devolverle la calma a ese cuerpo que despertaste. Que tu esposo y los niños no se enteren.

El libro de los abrazos

“Yo escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué.” E. Galeano

Hay libros que uno se lee en una sentada, en el autobús camino a Guadalajara porque no puedes dormir o situaciones por el estilo. Este libro de Eduardo Galeano es de esos: breves textos construidos con una hermosura que pocas veces he encontrado en otro lado, y que reflejan la realidad de América Latina desde sus ojos.

Ok, tal vez hacer un review de uno de tus libros favoritos no es lo más recomendable, pero juro que mi juicio no está nublado por mi preferencia por Galeano.

Los relatos incluidos en este libro se sienten a ratos autobiográficos, ficción, políticos, filosóficos, a veces son todos, a veces no son ninguno. La prosa de Galeano es poesía pura, y logra conmover a cualquiera con sus palabras, ya sea sobre el insomnio por la mujer atravesada en la garganta, lo mismo que por todos aquellos que sufren injusticias en América Latina.

Este libro desgarra y da esperanza, suelta las palabras con violencia pero también con dulzura, y se lee desde la página uno hasta la 266, o desde la 84 a la 110 y de ahí a la página 3 o a la 236. No importa por dónde, Galeano nos regala un libro que hace sentido a lo largo y ancho de sus páginas y que resuena con el espíritu humano.